15 Criminología y política
15.1 Criminología: su naturaleza política
Como apuntabamos ya en el primer capítulo al ofrecer nuestra caracterización de la criminología, consideramos que esta es una disciplina que, por su objeto, tiene un caracter ineludiblemente político que no se puede ocultar.
El sociólogo y criminólogo Stanley Cohen en su conocido ensayo Crime and politics: spot the difference precisamente avanzaba esta idea. No cabe duda del inevitable caracter político que atraviesa el sistema de justicia penal, como ya tuvimos ocasión de introducir al sintetizar distintas perspectivas de análsis sobre el mismo. Cohen (1996) también alude a la represión de actores políticos a través del sistema penal como un argumento más para entender esta vinculación; una represión que es común en sistemas autoritarios o dictatoriales (como fue, por ejemplo, el uso de la institucion policial y el castigo penal durante el regimen franquista), pero que también se puede observar en sistemas democráticos (vease el caso de la llamada “policia patriótica”, o los casos de infiltración policial de movimientos sociales legítimos, o las distintas instancias de lawfare). El ámbito de la política también está, desafortunadamente, penetrado por comportamientos delictivos (corrupción, crimenes de estado como el genocidio, etc.) y hay tambien formas delictivas con un trasfondo político (el terrorismo y otras formas de violencia política). Finalmente, y como veremos en la siguiente sección, los políticos cada vez usan más el lenguaje de la inseguridad para avanzar sus posiciones en clave electoralista. Nos guste o no, la criminología tiene lazos estrechos con el campo de la política.
Como señala Loader (2022, 65):
“La relación entre la criminología y la política es básica, incluso interna. Desde este punto de vista, la criminología es un campo de investigación constituido en parte por la política: practicar la criminología implica, inevitablemente, enfrentarse a cuestiones políticas. Esto no significa que toda teorización sobre el crimen y la justicia sea, o tenga que ser, teoría política. Sin embargo, sí significa que toda investigación teórica y empírica sobre el crimen y su regulación plantea cuestiones políticas (y tiene implicaciones para las instituciones políticas) que solo pueden eludirse a costa de comprender plenamente por qué el delito y las respuestas sociales al delito son importantes”
Los procesos de criminalización, la distribucion de recursos sociales asociados con la delincuencia, las respuestas que damos al comportamiento delictivo son procesos decididos politicamente y frente a los que una disciplina que estudia estos procesos no puede permanecer completamente “neutral”. Cada teoría criminológica lleva implícita en sí un programa político criminal, una forma de concebir el delito y una forma de responder al mismo. Como señala (Medina_25?), los partidarios de distintas teorías criminologicas:
“pueden tener, explícita o implícitamente, visiones muy diferentes, y a veces mutuamente excluyentes, sobre la naturaleza humana, el concepto de una buena sociedad, la prioridad que ha de darse a la seguridad y el orden en el ámbito político frente a otros valores, el papel del Estado, la iniciativa privada, y la sociedad en materia de prevención, las posibilidades de reforma del sistema de justicia penal, la deseabilidad o posibilidad de cambios sociales más amplios, y otras cuestiones que tienen una naturaleza o dimensión ideológica (igualdad, libertad, etc.)”
La derivada de esto es que pretender que, como disciplina científica y practicantes profesionales de la misma, podemos ponernos de perfil y pretender que nuestro trabajo cientifico no tiene una dimensión política es hacerle un flaco favor a dicho trabajo, al margen de ser profundamente deshonesto y/o cínico. Toda teoría o marco de investigación criminologíca lleva consigo una serie de presuposiciones sobre el tipo de sociedad que queremos y debemos ser, y sobre el tipo de políticas y prácticas que son deseables si queremos vivir seguros y en paz.
Partiendo de estas coordenadas, en este capítulo vamos a analizar en particular varias cuestiones.
En primer lugar, vamos a describir de que forma estas conexiones se han hecho más presentes y plantean un mayor reto en el contexto politico actual; un contexto en el que los políticos cada vez de forma más explícita han decidido hacer de la política criminal un campo de confrontación.
En segundo lugar, vamos a analizar de qué forma las ciencias sociales han planteado el debate sobre cuál ha de ser la relación entre ciencia y valores; en qué medida los científicos deberíamos ser neutrales y que significa eso de la objetividad.
Finalmente, vamos a examinar de qué forma estos debates se han desarrollado en el seno específico de la criminología y cuáles han sido las distintas posiciones que se han considerado adecuadas desde distintas perspectivas para ubicar el papel que los criminólogos y las criminólogas podemos y debemos desarrollar en este contexto de contienda política.
15.2 El uso político de la inseguridad
15.2.1 Los origenes de la politización del delito
Aunque el delito nunca ha estado totalmente ausente del conflicto político, su utilización sistemática, sostenida y explícita como recurso político es relativamente reciente y se consolidó durante la segunda mitad del siglo XX. Efectivamente, el delito ha sido siempre un ámbito de regulación en el que se manifiestan conflictos políticos sobre qué ha de ser criminalizado, qué no, y qué tipo de políticas y prácticas son deseables para perseguir el delito, pero en los últimos 50 años se ha convertido también en una herramientas para la comunicación política, la estrategia electoral y la movilización ideológica. Cuando, en este contexto, hablamos de politización del delito nos referimos precisamente a los procesos a través de los cuales los actores políticos enmarcan cada vez de forma más explícita, estratégica y deliberada la inseguridad y el castigo penal para influir en la opinión pública, explotar divisiones sociales o movilizar coaliciones electorales.
Fue sobre todo a partir de la década de 1960 que el delito pasó de ser un dominio técnico gestionado por expertos (los “guardianes platónicos” en terminologia de Loader (2005)) a convertirse en uno de los terrenos centrales de la competición política y electoral. En muchas democracias liberales (especialmente en Estados Unidos, Reino Unido y Europa occidental) los dirigentes políticos recurrieron cada vez más al tema de la delincuencia no solo para mostrar capacidad de gestión, sino para expresar prioridades ideológicas y movilizar grupos específicos de votantes (Garland 2002). El giro punitivo, el ascenso de la “política de ley y orden” (law and order) y la consolidación del delito como cuestión divisoria derivan precisamente de esta transformación en la forma de hacer política.
Es importante, en todo caso recordad que, aunque la moderna política de “ley y orden” suele asociarse a finales del siglo XX, existen precedentes más antiguos de la instrumentalización del delito con fines políticos. Esto no es nuevo. A lo largo del siglo XIX, en pleno proceso de construcción del Estado-nación, los delitos y su castigo funcionaron como demostraciones visibles de autoridad estatal, mecanismos para gestionar y controlar a las clases trabajadoras y, a menudo, herramientas de reforma moral. El delito y la justicia penal siempre ha tenido esa dimensión política. Como hemos visto en capítulos anteriores, tanto en Europa como en Estados Unidos, la delincuencia se vinculaba a menudo a los “pobres no merecedores” (los “vagos”), a crisis de moralidad o a amenazas percibidas derivadas de la inmigración y la urbanización acelerada.
En el tránsito al siglo XX, este vínculo con lo político se transformó. La industrialización, la urbanización y el crecimiento de las metrópolis hicieron del delito no solo un problema policial, sino un símbolo de tensiones más amplias. En Estados Unidos, la era de los gánsteres y el crimen organizado configuró discursos que asociaban ciertos grupos inmigrantes a la criminalidad (Moehling y Piehl 2009; Guariglia 2023); el delito se entrelazó con temores relacionados con agitación política, radicalismo, disidencia de clase y el temor a determinadas opciones políticas (anarquismo, comunismo, etc.) y movimientos sociales (sindicalismo, organizaciones feministas, etc.) y se utilizó para justificar la represión de toda forma de reivindicación política tanto en Estados Unidos (Murray 1955; Preston 1995; White 2015), Europa (Bunyan 1977; Ewing y Conor-Anthony Gearty 2000; Skinner 2015) o España (Ballbe 1984; González-Calleja 2014; Ruiz 2005; Vaquero-Martínez 2018; Oliver-Olmo 2019); y en los imperios coloniales, la criminalización se utilizó para legitimar políticas de dominación (Aliverti et al. 2023; Wacquant 2025). Sin embargo, estas manifestaciones, aunque muy ilustrativas de la dimensión política de todo lo que tiene que ver con la delincuencia, no constituyeron todavía una estrategia electoral sistemática en el sentido que la literatura criminológica comenzó a darle a esta cuestión en las últimas décadas del siglo XX.
15.2.2 La estrategia sureña y desarrollos posteriores
Cuando hablamos de la politización del delito en un sentido contemporaneo hay que retrotraerse a los Estados Unidos en la década de los 1960. En este periodo se produjo una transformación profunda en la forma de hacer política: el delito pasó a funcionar como un recurso partidista, racializado y electoralmente eficaz, capaz de reorganizar alianzas políticas y reconfigurar identidades partidistas (Hinton 2016).
Los años sesenta fueron un periodo de intensos cambios sociales en los Estados Unidos. El crecimiento demográfico (especialmente de la población jóven), los movimientos por los derechos civiles que reivindicaban la igualdad de los ciudadanos afroamericannos, las protestas contra la guerra de Vietnam y las revueltas urbanas alimentaron una sensación generalizada de desorden. Para una parte considerable de la población blanca, estos fenómenos representaban una amenaza para el statu quo. En este contexto, el delito se convirtió en una poderosa metáfora política: no solo aludía a ilicitos penales, sino a ansiedades más profundas sobre el cambio social, la movilidad racial y el colapso percibido de normas tradicionales (Hinton 2016).
A mediados de la década, el candidato republicano Barry Goldwater anticipó algunos de los elementos que aparecerían después en lo que vino a llamarse la estrategia sureña del Partido Republicano y que estaba orientada a debilitar el apoyo al Partido Democrata entre la clase trabajadora en los Estados del Sur. Su campaña de 1964 vinculó el activismo por los derechos civiles con la idea de creciente desorden social, al tiempo que se oponía a la legislación federal de derechos civiles en nombre de los “derechos de los estados”. Aunque su derrota por el candidato demócrate Lyndon Johnson (sucesor de Kennedy) fue aplastante, esta incipiente estrategia reorientó el discurso conservador en torno al orden y sentó las bases retóricas para futuros éxitos electorales republicanos (Beckett 1999).
El salto cualitativo llegó con el también republicano Richard Nixon. Su campaña a la presidencia de los Estados Unidos de 1968 movilizó el descontento de los votantes blancos del sur del país y de sectores urbanos y suburbanos presentando el delito como una amenaza existencial a la nación. La retórica de “law and order”, cuidadosamente diseñada para no mencionar la raza explícitamente, funcionó como un mensaje en clave o codificado que apelaba a miedos raciales sin verbalizarlos. De este modo, Nixon unió la reacción contra los derechos civiles con un discurso penal que aparentaba neutralidad racial (Haney-Lopez 2016). Su gobierno no se limitó a explotar esta retórica: creó una infraestructura federal de control del delito, financió la modernización policial y promovió políticas penales más severas. El delito se convirtió así en el núcleo de un nuevo realineamiento político (Beckett 1999; Hinton 2016).
La posterior Guerra contra las Drogas que la administración norteamericana decidió desarrollar, intensificada durante la presidencia del también republicano Ronald Reagan, amplificó esta tendencia. Aunque la retórica antidrogas había surgido antes, Reagan la convirtió en un eje moral y político que exportó muy agresivamente al resto del planeta usando su peso geopolítico. La figura del “traficante” o del “adicto” —a menudo racializada en la imaginación pública— funcionó como símbolo de decadencia moral y justificación para la expansión del aparato penal (Beckett 1999; Hinton 2016), además de justificar la intervención de Estados Unidos en los asuntos internos de otros países.
Sin embargo, un fenómeno quizás más decisivo que el aumento punitivo republicano fue la reacción del Partido Demócrata: ante el temor de ser tildados de blandos con el delito, muchos dirigentes demócratas comenzaron a adoptar posiciones cada vez más severas. Esto culminó durante la década de 1990, cuando Bill Clinton y otros dirigentes demócratas impulsaron reformas que expandieron el encarcelamiento, aumentaron los fondos policiales y promovieron condenas más duras (Alexander 2010; Murakawa 2014). Este giro reflejaba una transformación estructural: el delito había dejado de ser un asunto técnico y se había convertido en un eje central de la competencia electoral entre ambos partidos (Simon 2007).
Para comprender por qué el delito adquirió tanto peso político, es necesario examinar los mecanismos psicológicos, simbólicos y mediáticos que lo hacen especialmente potente. El delito posee una cualidad emocional que otros temas políticos no tienen: genera miedo, indignación moral y un sentido inmediato de amenaza. Cuando los políticos hablan sobre delincuencia, no solo discuten políticas; invocan imágenes poderosas de víctimas, peligros y transgresores, simplificando problemas complejos en narrativas maniqueas (Pratt 2007).
Además, el delito funciona como un vehículo para discursos racializados. La literatura académica ha mostrado que la retórica criminal ha operado muchas veces como lenguaje codificado para hablar de raza sin mencionarla explícitamente (Alexander 2010; Haney-Lopez 2016). En Estados Unidos, por ejemplo, referencias a “delincuentes urbanos” o “inseguridad en los barrios” transmitían significados racialmente cargados sin necesidad de hacer afirmaciones abiertas sobre minorías raciales (Beckett 1999; Alexander 2010). Otros países han reproducido dinámicas similares en torno a la inmigración, la juventud o ciertos grupos marginados.
La expansión de los medios audiovisuales intensificó todavía más este proceso (Pratt 2007). A partir de la década de 1970, las noticias locales comenzaron a dedicar una proporción creciente de su contenido a informes sobre delitos violentos (Ericson, Baranek, y Chan 1987), incluso en periodos donde la delincuencia descendía. Esta práctica generó una disociación entre la percepción pública y la realidad estadística: el miedo al delito se transformó en una constante emocional y política. Los políticos, a su vez, aprovecharon esta percepción para justificar políticas punitivas, alimentando un ciclo de retroalimentación entre medios, opinión pública y decisiones políticas (Karstedt y Endtricht 2022).
Por último, los incentivos electorales desempeñan un papel fundamental. En sistemas electorales mayoritarios (que se alejan de sistemas proporcionales donde todos los votos tienen un valor similar), especialmente en Estados Unidos, el delito se convirtió en un tema ideal para dividir al electorado: permitía a los candidatos atraer votantes moderados, desviar la atención de temas económicos más conflictivos y presentar a sus rivales como incompetentes o moralmente débiles. Este mecanismo de competencia, unido al temor de los dirigentes a parecer indulgentes, incentivó un incremento sostenido de políticas cada vez más duras.
15.2.3 El salto a Europa: el papel de la Tercera Vía y la nueva extrema derecha
El modelo estadounidense fue objeto de exportación y copia. A partir de la década de 1990, la política penal estadounidense influyó en Europa a través de asesores políticos, think tanks, medios de comunicación y cambios ideológicos (Jones y Newburn 2006; Wacquant 2014). Las transformaciones socioeconómicas tras la Guerra Fría, junto con la globalización, la inseguridad laboral y el aumento de la inmigración, dieron lugar a lo que algunos denominaron la sociedad del riesgo (Beck 1998) y crearon un clima propicio para discursos sobre orden, control y seguridad.
En este contexto, muchos partidos socialdemócratas europeos adoptaron estrategias que recordaban (si no en la letra, sí en los arreglos musicales) al “nuevo centrismo” norteamericano de Bill Clinton (Giddens 1999). Partidos como los laboristas británicos, el SPD alemán o incluso el PSOE español (Medina 2006) comenzaron a destacar su compromiso con la seguridad ciudadana para conservar la confianza de votantes de clase media y contrarrestar las acusaciones de permisividad.
Tony Blair, el político laborista que ganó las elecciones de 1997 y se convirtió así en primer ministro derrotando al partido conservador, sintetizó esta estrategia con la fórmula “tough with crime, tough with the causes of crime” (“duros con el crimen, duros con las causas del crimen”), que vendía la propuesta política de combinar un enfoque social preventivo con políticas coercitivas (Jones y Newburn 2006). En la práctica, la vertiente más visible de esta combinación fue la expansión de políticas de control social y vigilancia, como las órdenes ASBO, un incremento de las facultades policiales y una narrativa pública centrada en los “comportamientos antisociales” (Medinaa 2023).
Para comprender plenamente la expansión global del discurso punitivo, es crucial analizar el papel de la llamada Tercera Vía. La tercera via era un conjunto de políticas y medidas que aspiraba a encontrar una propuesta a medio camino entre el mensaje socialdemocrata tradicional y posiciones más conservadoras. Los partidos socialdemócratas que adoptaron este enfoque lo hicieron bajo una serie de presiones estructurales: la erosión del Estado del bienestar, el dominio del neoliberalismo, la transformación del mercado laboral y el declive del voto obrero tradicional. En este escenario, los partidos del centroizquierda perdieron parte de su programa redistributivo histórico y buscaron temas alternativos para mostrar competencia y modernidad (Giddens 1999).
La delincuencia se convirtió así en un terreno privilegiado para demostrar responsabilidad gubernamental (Medina 2006). Tener madura con el delito permitía a estos partidos proyectar imagen de orden, eficacia y pragmatismo, contrarrestando la narrativa conservadora según la cual la izquierda era blanda o utópica. En este marco, las políticas de prevención social eran defendidas, pero con frecuencia eran subordinadas a medidas de control y vigilancia más visibles y políticamente rentables. En la práctica el resultado de la tercera vía fue una convergencia entre el centro izquierda y la derecha en torno a un consenso punitivo que limitó la innovación política y la capacidad de las democracias de abordar las causas estructurales de la inseguridad.
Posteriormente, a medida que nos adentrabamos en el nuevo milenio, los partidos populistas de extrema derecha en Europa (como el Frente Nacional en Francia, la Liga Norte en Italia, AfD en Alemania o Vox en España) desarrollaron sus propias variantes de la política del delito. A diferencia del modelo estadounidense, donde la delincuencia se vinculaba a conflictos raciales internos, en Europa el delito se entrelazó con discursos contra la inmigración, el multiculturalismo y la globalización (Mudde 2007; Koning y Puddister 2024). Los migrantes y refugiados fueron deshonesta y sistemáticamente presentados como potenciales amenazas para la seguridad, reforzando identidades nacionalistas excluyentes.
En buena parte de Europa del este y del sur, el delito adquirió además una dimensión distinta: se convirtió en un eje de lucha política alrededor de la corrupción. Países como Italia o Rumanía, incluso España, vieron como surgían discursos anticorrupción que, aunque diferentes en contenido, compartían la misma lógica simbólica: presentar la política como una lucha moral entre ciudadanos “honestos” y élites “corruptas”, situando el delito como núcleo de la narrativa política.
15.2.4 La politización hoy y sus consecuencias
En la actualidad, la utilización política del delito sigue siendo una constante global. Con claros ecos que evocan la Europa del período de entre guerras, las narrativas populistas contemporáneas (sin temor a usar campañas de desinformación y agitación) vinculan delincuencia, inmigración y decadencia cultural, presentando a los líderes “fuertes” como la única defensa frente al caos (Mudde 2007). En países con tendencias autoritarias (como Hungría, Filipinas, Turquía o El Salvador) el delito se usa abiertamente para justificar medidas de excepción, militarización o recortes de derechos fundamentales. También vemos como las campañas electorales municipales se articulan cada vez más en torno a la seguridad ciudadana, y las redes sociales amplifican vídeos de delitos, reales o no, contribuyendo a una percepción de inseguridad desligada de los datos.
La lógica del siempre apostar por la subida de penas y la mano dura policial se ha vuelto políticamente rentable incluso en países donde las tasas de delincuencia han disminuido considerablemente y a pesar de la amplia evidencia empírica sobre los efectos contraproducentes de estas medidas (Medina 2011b). La política criminal, por tanto, ya no depende de la evolución real del delito, sino de la capacidad de los actores políticos para moldear percepciones y emociones. Frente a problemas de naturaleza compleja y dificil solución se propone lo que Jorge Ollero (2021) llama un “penalismo mágico” que de forma ilusoria pretende que dichos problemas podran resolverse a través del castigo penal.
La utilización del delito como arma política ha tenido consecuencias profundas. La expansión del encarcelamiento masivo, sobre todo en Estados Unidos, constituye una de las manifestaciones más visibles (Alexander 2010). Pero incluso en países con sistemas menos punitivos, la politización del delito ha fortalecido un paradigma basado en la vigilancia, la sanción y un control que las nuevas tecnologías hacen cada día más intrusivo y opresivo. La desigualdad racial y social se ha reforzado: los grupos minoritarios o marginados sufren de forma desproporcionada la supervisión policial, las detenciones, las condenas más severas y la estigmatización pública.
En el plano institucional, la centralidad del delito en el discurso político distorsiona el debate democrático. Los temas se simplifican en oposiciones binarias (orden versus caos, víctimas versus delincuentes) dejando poco espacio para análisis complejos. El miedo se convierte en una herramienta política de manipulación y abuso continuo por parte de distintos operadores políticos, dificultando la implantación de reformas basadas en la evidencia científica o inspiradas en el respeto en los derechos humanos y los principios de solidaridad e igualdad. El temor constante de los dirigentes a parecer “débiles” paraliza políticas alternativas, bloquea la reducción de penas excesivas y desalienta inversiones en prevención, educación o servicios sociales. El norteamericano Jonathan Simon (2007) describe estas y otras consecuencias con el término de “gobernanza a través del delito” para indicar de qué forma la obsesión por la seguridad ha venido a desvirtuar y contaminar otros ámbitos de acción política.
Como hemos visto, la politización del delito no surgió de manera espontánea ni responde únicamente a cambios en los niveles reales de delincuencia. Se trata de un fenómeno histórico que emerge de circunstancias muy concretas: el realineamiento racial y electoral de Estados Unidos durante los años sesenta, la influencia del discurso mediático, la competencia partidista en contextos mayoritarios, la transformación ideológica del centroizquierda bajo la Tercera Vía y la irrupción de fuerzas populistas etnoraciales de extrema derecha. La Estrategia Sureña de Nixon abrió el camino para convertir el delito en un elemento permanente de la política, mientras que la Guerra contra las Drogas y el viraje punitivo del partido demócrata lo consolidaron como consenso nacional. Posteriormente, la política europea adaptó estas dinámicas y estrategias politico-electorales, incorporando elementos propios relacionados con la inmigración, la corrupción o la inseguridad urbana.
Aunque esta evolución ha proporcionado beneficios electorales a quienes la han utilizado, sus costes sociales son enormes: desigualdades reforzadas, encarcelamiento masivo, erosión de derechos, estancamiento de las políticas públicas y un clima político dominado por el miedo más que por la deliberación racional. Sin embargo, precisamente porque la politización del delito es fruto de decisiones históricas concretas, no constituye un destino inevitable. Comprender sus orígenes, mecanismos y consecuencias constituye un paso esencial para imaginar un futuro en el que la seguridad pueda ser promovida sin recurrir sistemáticamente al miedo, la exclusión y la penalización excesiva.
15.3 Neutralidad, imparcialidad y rigor: ¿de qué lado estamos?
En las primeras décadas del siglo XXI, la relación entre ciencia, política y esfera pública se ha tornado crecientemente conflictiva. La polarización política, la proliferación de desinformación y la instrumentalización de la ciencia por intereses económicos y partidistas han generado una crisis de legitimidad epistémica.
En democracias avanzadas, la confianza en la ciencia muestra una divergencia ideológica. Mientras que los sectores progresistas consideran a la comunidad científica como una autoridad moral y cognitiva, sectores conservadores han articulado una narrativa de desconfianza hacia los científicos, a quienes perciben como parte de una élite cultural. En nuestro contexto, las campañas de agitación de extrema derecha en campus universitarios, las medidas para restringir la libertad de expresión o la desinversión en universidad pública para potenciar el mercado privado deben entenderse como parte de una política orientada a reducir la autonomía y capacidad de la ciencia para enriquecer el debate democrático.
Este desplazamiento no es espontáneo, sino el resultado de procesos históricos de politización de la evidencia. Naomi Oreskes y Erik Conway documentaron en Merchants of Doubt cómo grupos empresariales, think tanks y actores políticos promovieron deliberadamente campañas de desinformación destinadas a sembrar duda sobre consensos científicos incómodos (desde los riesgos del tabaco hasta el cambio climático). Esta práctica de “manufacturing uncertainty” busca mantener la percepción de controversia para justificar la inacción regulatoria, constituyendo una forma específica de poder epistémico que reconfigura la frontera entre conocimiento legítimo y opinión interesada (Oreskes y Conway 2010).
La presidencia de Donald Trump ejemplifica la radicalización contemporánea de esta tendencia. Durante sus mandatos se han documentado casos de interferencia política en la ciencia federal, incluyendo censura de informes, manipulación de datos y purgas en comités asesores, así como contínuos ataques a la autonomía universitaria. Esta “guerra contra la ciencia” es un episodio paradigmático de confrontación entre conocimiento experto y populismo político apoyado en la desinformación, diluyendo las fronteras entre hecho y opinión.
El ataque político a la ciencia no es solo un conflicto de opiniones, sino que socava las infraestructuras mismas de producción de objetividad como la independencia institucional y la libertad de investigación. Cuando se recortan fondos o se desacredita a expertos, se pone en juego la capacidad colectiva de la sociedad para generar conocimiento fiable. Ante este escenario, es necesario redefinir el ethos científico.
Analizar estas cuestiones nos obliga a examinar los debates en las ciencias sociales sobre la objetividad y su relación con la política. En un contexto en que operadores políticos divulgan desinformación de forma deshonesta y cuestionan la ciencia, ¿qué papel deben asumir los criminólogos y, más generalmente, los científicos sociales?
15.3.2 La neutralidad valorativa en Max Weber
La reflexión moderna sobre la objetividad en las ciencias sociales probablemente tiene en Max Weber un punto de referencia ineludible. En su ensayo “La ‘objetividad’ del conocimiento en la ciencia social y en la política social” (1904), Weber planteaba que los hechos sociales sólo pueden ser comprendidos a partir de un marco conceptual previamente construido por el investigador, lo que implica reconocer que la selección y organización de los datos no es neutral. Toda investigación, afirma Weber, se realiza a partir de “puntos de vista valorativos” (Wertbeziehungen) que orientan lo que elegimos como temas de estudio y problemas relevantes. Sin embargo, ello no significa para este autor que la ciencia deba renunciar a la objetividad (Weber 2017).
Para Weber, la objetividad reside en la consistencia metodológica y en la distinción rigurosa entre juicios de hecho y juicios de valor. El científico social no puede evitar tener valores (que influyen en las preguntas que formula), pero debe abstenerse de introducirlos en la explicación de los fenómenos. En “El político y el científico” (1919), Weber distinguía los roles: el político actúa en el terreno de la decisión ética, mientras que el científico debe limitarse a analizar los medios para alcanzar fines, sin pronunciarse sobre su validez moral (Weber 1994). Su ideal de neutralidad valorativa (Wertfreiheit) busca preservar la autonomía del conocimiento frente a la ideología.
No obstante, como muchos autores posteriores han señalado, la posición de Weber encierra una ambigüedad. Por un lado, reconoce que el investigador selecciona su objeto de estudio en función de valores culturales; por otro, exige que durante el proceso de investigación se suspendan esos mismos valores. Este gesto de “suspensión” resulta problemático, porque presupone que el investigador puede separarse de sus condicionamientos sociales, históricos y personales. En este sentido, autores posteriores han interpretado la neutralidad valorativa no como una solución, sino como una tensión irresuelta, como una pretensión normativa que, en la práctica, puede ocultar los sesgos estructurales de la investigación social (Whimster 2019; Turner 2019).
La crítica posterior ha señalado también el contexto histórico de la postura weberiana. Weber escribía en un momento de crisis del Estado alemán y de polarización ideológica tras la unificación nacional y la Primera Guerra Mundial. Su defensa de la neutralidad del científico debe leerse como una reacción contra la politización de la cátedra universitaria y contra la instrumentalización de la ciencia por parte de las ideologías nacionalistas y socialistas. En este contexto, es posible argumentar que su insistencia en separar hechos y valores cumplía una función moral y política (preservar la autonomía del pensamiento científico) (Whimster 2019; Turner 2019).
Weber, al reconocer el papel de los valores, abrió la posibilidad de un enfoque reflexivo; sin embargo, mantuvo un ideal de separación entre conocimiento y compromiso moral que el pensamiento posterior consideró insostenible.
15.3.3 Gunnar Myrdal y la objetividad como reflexividad valorativa
Otro trabajo influyente en su período fue la aportación del premio Nobel Gunnar Myrdal, economista y sociólogo sueco en su obra Objectivity in Social Research (1969). Myrdal (1969) parte de una constatación empírica y metodológica: toda investigación en ciencias sociales está inevitablemente impregnada de valores. No existe observación “pura” ni análisis “neutral”, porque los problemas que se eligen, los conceptos que se emplean y las interpretaciones que se elaboran están siempre orientados por juicios de valor, intereses sociales y compromisos políticos.
A diferencia de Weber, que consideraba los valores como condicionantes externos que el científico debía suspender para alcanzar objetividad, Myrdal los concibe como componentes internos e inevitables del proceso cognitivo. Desde su perspectiva, la objetividad no consiste en eliminar los valores (lo que sería imposible) sino en reconocerlos explícitamente y someterlos a examen crítico. En sus propias palabras, una ciencia social sin juicios de valor sería una ciencia sin dirección (Myrdal 1969). Esta tesis pretende romper con el dualismo clásico entre hechos y valores y abrir el camino a una epistemología reflexiva en la que el investigador se convierte en sujeto de autocrítica.
Esta propuesta tiene una clara dimensión ética. Para este autor, los científicos sociales son agentes morales insertos en procesos sociales que no pueden observarse desde una posición de exterioridad (una conclución a la que llegó al analizar la situacion de la población de color en Estados Unidos). Negar esa implicación equivale a reforzar el statu quo, ya que las categorías “neutras” tienden a reproducir los valores dominantes. Por tanto, el investigador debe asumir la responsabilidad pública de sus juicios y hacerlos explícitos, no para convertir la ciencia en ideología, sino para posibilitar el debate racional y la crítica intersubjetiva. En otras palabras, la objetividad no se logra pese a los valores, sino a través de ellos.Metodológicamente, Myrdal propone: 1) Reconocer abiertamente los valores que guían la investigación; 2) Explicitar y ser transparentes en relación con su influencia en la selección de problemas e hipótesis; y 3) Someterlos a crítica racional.
Este enfoque convierte la objetividad en un proceso dialógico y reflexivo. En Myrdal, la tarea del científico no es evitar los valores, sino controlarlos mediante la autoconciencia crítica. Rechaza que el científico pueda ser neutral respecto a los fines sociales; su saber está atravesado por una ética del compromiso. En su interpretación, la “neutralidad” es una coartada para la irresponsabilidad, ya que los científicos que se declaran neutrales contribuyen a reproducir las estructuras de dominación.
Myrdal redefine la objetividad como una práctica de transparencia y responsabilidad. Desplaza el eje del debate desde la pregunta “¿cómo puede el científico ser neutral?” hacia “¿cómo puede ser responsable?”. La objetividad es, en su análisis, el resultado de una ética de la reflexividad.
15.3.4 Howard S. Becker y la objetividad como toma de posición responsable
El sociólogo norteamericano Howard S. Becker (1967) se suma con matices a la posición mantenida por Myrdal. En su influyente ensayo “Whose Side Are We On?” (1967), Becker confronta directamente la pretensión positivista de neutralidad: el investigador, al seleccionar los temas de estudio, los actores que observa y los conceptos que utiliza, se sitúa siempre dentro de un campo de fuerzas sociales, y esa posición determina, al menos parcialmente, los resultados de su trabajo.
Becker argumenta que en la sociología dominante de su época, la “neutralidad científica” implicaba aceptar los valores de las instituciones dominantes. En el estudio del delito, por ejemplo, los investigadores tendían a asumir como naturales las categorías jurídicas y morales del sistema penal, adoptando implícitamente el punto de vista de las autoridades y no el de los sujetos etiquetados como desviados. En términos muy parecidos a lo que planteaba Myrdal, según Becker, este sesgo estructural revela que la neutralidad es, en realidad, una forma de complicidad: quien se niega a reconocer su posición, reproduce sin crítica los marcos de poder existentes.
Becker introduce aquí un concepto particularmente relevante, el de la jerarquía de la credibilidad:
“En toda sociedad existe una jerarquía de credibilidad. Aquellos que ocupan posiciones altas en la estructura social —los poderosos, los jefes, los dirigentes— se ven investidos de una credibilidad mayor; se asume que sus versiones de la realidad son más veraces y objetivas que las de quienes están más abajo.” (Becker 1967, 241, traducción libre)
En otras palabras, no a todos los actores sociales se les concede la misma credibilidad. En los sistemas sociales jerárquicos (empresas, instituciones, gobiernos, incluso universidades), el relato de los que se encuentran en posiciones de poder se percibe como el relato “oficial” o “verdadero”, mientras que las voces subordinadas (obreros, minorías, pacientes, presos, estudiantes, mujeres, etc.) tienden a ser desestimadas o vistas como sesgadas, emocionales o no científicas. Becker concluye que la sociología y la criminología no son neutrales respecto a esa jerarquía. Si el sociólogo o la criminóloga simplemente adopta el punto de vista de los actores dominantes (porque es el más accesible, el más articulado o el que se encuentra más institucionalmente legitimado), está reproduciendo una forma de sesgo estructural.
De ahí su famosa pregunta retórica: “¿De qué lado estamos?”. Esta pregunta, lejos de ser un llamado al partidismo, apunta a la necesidad de hacer explícito el punto de vista desde el cual se produce el conocimiento. Becker sostiene que los científicos sociales suelen ser acusados de parcialidad cuando sus investigaciones dan voz a los sectores subordinados o marginados, mientras que, por el contrario, rara vez se cuestiona la parcialidad de quienes estudian desde la perspectiva del orden establecido. La imparcialidad, concluye, no consiste en evitar tomar partido, sino en reconocer y justificar críticamente el propio posicionamiento.
Para Becker, la cuestión clave no es, por tanto, si el investigador tiene valores (eso es inevitable), sino qué hace con ellos. Toda investigación es, en última instancia, una intervención en el mundo social: el científico selecciona ciertos problemas, define categorías y produce narrativas que influyen en la percepción pública de la realidad. Por ello, debe asumir la responsabilidad moral de esas decisiones.
El compromiso que defiende Becker no es militante en el sentido partidista del término, sino ético y epistemológico. Se trata de comprometerse con la verdad empírica y con la equidad en la representación de los actores sociales. En sus investigaciones sobre músicos de jazz, marihuana (Outsiders) o mundos del arte (Art Worlds), Becker muestra que los llamados “desviados” o “marginales” poseen sistemas normativos y racionalidades propias que sólo pueden comprenderse si el investigador se acerca a su experiencia sin prejuicios morales (Becker 1963, 1982). Este gesto de “adoptar el punto de vista del otro” no elimina el conflicto de valores, pero permite hacerlo visible y reflexionar sobre él.
La propuesta de Becker conecta también con una concepción más amplia del conocimiento científico como práctica social. En lugar de entender la ciencia como una actividad aislada regida por reglas abstractas, la sitúa dentro de un entramado institucional, cultural y moral. De este modo, la objetividad se convierte en una propiedad emergente de la interacción entre investigadores, sujetos estudiados y comunidades académicas. En lugar de buscar certezas universales, la ciencia social debe orientarse a producir descripciones plausibles y transparentes sobre el mundo social, sometidas a discusión pública y abiertas a la revisión. Esta idea prefigura algunos de los desarrollos posteriores de la sociología de la ciencia.
15.3.5 Epistemologías feministas y objetividad situada
Este tipo de aportaciones fue posteriormente desarrollada por el pensamiento feminista. Autoras como Sandra Harding, Donna Haraway y Evelyn Fox Keller profundizaron en la comprensión de la “objetividad” al denunciar el sesgo androcéntrico y eurocéntrico de la ciencia moderna. Harding, en Whose Science? Whose Knowledge? (1991), propone un modelo de “objetividad fuerte” (strong objectivity), según el cual la imparcialidad se alcanza no mediante la exclusión de los valores, sino mediante la inclusión crítica de las perspectivas marginalizadas. Cuantas más voces y posiciones se integren en el proceso de conocimiento, más objetivos serán sus resultados, pues se reducirá el riesgo de sesgos ocultos (Harding 1991). Haraway, en su influyente ensayo Situated Knowledges (1988), desarrolla esta idea en términos ontológicos: todo conocimiento es situado, parcial y encarnado; no existe un punto de vista “desde ninguna parte”. La única forma responsable de producir conocimiento consiste en reconocer la localización de la mirada y asumir las implicaciones políticas de esa posición (Haraway 1988).
Estas concepciones feministas mantienen la necesidad de sustiruir la idea del distanciamiento por el de involucramiento responsable. La ciencia no puede pretender hablar desde una exterioridad neutral, sino que debe asumirse como práctica situada, relacional y comprometida con los mundos que contribuye a configurar. En ese sentido, la “objetividad situada” de Haraway forma parte de una transformación epistemológica: el paso de la objetividad como dominación a la objetividad como cuidado.
15.3.6 Hacia una sociología reflexiva: Pierre Bordieu
Terminamos esta revisión haciendo referencia a las aportaciones de Pierre (Bordieu_04?). Frente a enfoques que o bien celebraban una confianza excesiva en la neutralidad científica o bien abandonaban toda pretensión de objetividad en favor de perspectivas relativistas y posmodernas, Bourdieu elaboró un concepto propio de reflexividad como condición indispensable para una objetividad verdaderamente científica. Bourdieu no concibe la reflexividad como una renuncia a la objetividad, sino como su fundamento más sólido.
¿Cómo es posible producir conocimiento objetivo acerca del mundo social cuando el propio investigador es también un agente social, inmerso en estructuras, posiciones y disposiciones duraderas que condicionan su percepción y sus categorías de pensamiento? Bourdieu responde que la única forma de alcanzar objetividad consiste precisamente en objetivar las condiciones sociales de producción del conocimiento, incluyendo la posición del investigador en el campo académico, los intereses que se movilizan en el proceso de investigación y los esquemas de percepción incorporados a lo largo de su trayectoria. La reflexividad es, por tanto, una práctica científica orientada a identificar y controlar los sesgos producidos por la propia inserción del científico en un orden social determinado.
Esta dimensión reflexiva no se limita, sin embargo, al nivel individual. Bourdieu subraya que la ciencia, especialmente la social, es una práctica colectiva desarrollada en el seno de un campo científico. Este campo posee su propia estructura de posiciones, reglas, jerarquías y formas de capital (particularmente capital científico y capital académico) que influyen en lo que se investiga, cómo se investiga y qué temas gozan de legitimidad. La reflexividad debe, por tanto, extenderse al análisis del campo de producción del conocimiento: sus presiones competitivas, sus incentivos, sus luchas por el reconocimiento y sus normas institucionalizadas. Para alcanzar objetividad, el sociólogo debe comprender en qué medida su trabajo responde a estas lógicas estructurales que pueden orientar la investigación hacia determinados problemas considerados valiosos y relegar otros que resultan socialmente relevantes pero científicamente “menos rentables”.
Frente a las concepciones posmodernas que veían en la reflexividad una invitación a la incertidumbre epistemológica, Bourdieu desarrolla una reflexividad fuerte, empírica y estructural, no una reflexividad débil basada en la introspección, la confesión autobiográfica o la postura moralizante del investigador. No se trata de contar la propia historia de vida, ni de proclamar que todo conocimiento está inevitablemente contaminado por el punto de vista del observador. Al contrario, consiste en implementar un método de vigilancia crítica que permita neutralizar (en la medida de lo posible) las fuentes de distorsión generadas por el habitus del investigador y por la organización del campo científico. En este sentido, la reflexividad se articula como un principio metodológico, no como un ejercicio literario o subjetivista.
Para Bourdieu, la aspiración a la objetividad se mantiene plenamente vigente, pero debe ser reconceptualizada. La objetividad no puede ya entenderse como la ausencia de influencia social, sino como el resultado de una serie de operaciones de control sobre esas influencias. Así, la objetividad es un proceso y no un estado; una conquista siempre inestable, resultado de la aplicación metódica de técnicas de investigación, de la triangulación empírica, de la coherencia lógica del sistema teórico y de la crítica colectiva dentro de la comunidad científica. En Science of Science and Reflexivity, Bordieu (2004) sostiene que la ciencia es un espacio de luchas, pero luchas reguladas por principios que permiten distinguir entre argumentos válidos y posiciones basadas en autoridad o prestigio. La objetividad es, por tanto, una producción social: no nace del individuo aislado, sino de la dinámica del campo y de las reglas internalizadas por sus miembros 1.
Al controlar los sesgos asociados al habitus académico, el investigador puede captar con mayor claridad las lógicas prácticas de los actores sociales y comprender fenómenos que escapan a los marcos conceptuales tradicionales. La reflexividad se convierte así en un instrumento para acceder a niveles más profundos de la realidad social. En definitiva, Bourdieu propone un modelo epistemológico que supera la dicotomía entre objetivismo y subjetivismo. La reflexividad no sustituye a la objetividad, sino que la hace posible en un campo, el de las ciencias sociales, donde el investigador es inseparable del objeto que estudia. Su concepción ofrece una vía para una ciencia social crítica, rigurosa y consciente de sus propias condiciones de posibilidad, capaz de evitar tanto la ilusión de neutralidad absoluta como el relativismo paralizante.
15.3.7 La responsabilidad como núcleo de la nueva objetividad
El recorrido a través de la historia epistemológica de las ciencias sociales, desde Max Weber hasta las propuestas de reflexividad contemporáneas, revela una profunda transformación en la concepción de la objetividad. La visión fundacional de la neutralidad valorativa, que buscaba aislar el conocimiento de la contaminación ideológica para garantizar la autonomía de la ciencia, resultó ser una meta inalcanzable. Autores como Gunnar Myrdal y Howard S. Becker demostraron que toda investigación está inevitablemente situada, orientada por valores y condicionada por la jerarquía de la credibilidad. En este sentido, la supuesta neutralidad se desenmascara no como una ausencia de valores, sino como una toma de posición implícita que, a menudo, reproduce el statu quo dominante.
Este giro crítico llevó a una redefinición del rigor. La objetividad ya no es entendida como un estado de distancia e imparcialidad absoluta, sino como una práctica metódica de transparencia, vigilancia y crítica. La objetividad fuerte propuesta por las epistemologías feministas y la sociología reflexiva de Pierre Bourdieu convergen en un punto clave: para ser verdaderamente objetivo, el investigador debe, primero, objetivar sus propias condiciones de producción de conocimiento (su habitus, su posición en el campo) y hacer explícitos los marcos conceptuales y valorativos que orientan su mirada. La objetividad se convierte, por lo tanto, en una conquista inestable y colectiva, dependiente de la solidez metodológica y la crítica intersubjetiva constante.
En el contexto actual de crisis de legitimidad científica y ataques políticos directos a la evidencia, esta redefinición adquiere una urgencia ética y política. La confrontación entre conocimiento experto y populismo exige que los científicos sociales no se replieguen en un ideal de neutralidad ingenuo, sino que asuman plenamente su responsabilidad epistémica. La pregunta inicial, “¿de qué lado estamos?”, se responde con un compromiso dual: de parte del rigor metodológico y de parte de la transparencia reflexiva. Los criminólogos y científicos sociales tienen el deber no solo de producir descripciones plausibles del mundo social, sino de hacer visibles los sesgos estructurales y de exponer la instrumentalización de los hechos por agendas partidistas. Solo a través de este ejercicio de responsabilidad consciente puede la ciencia social fortalecer su capacidad para enriquecer el debate democrático y mantener su relevancia en la esfera pública.
15.4 Investigación científica, políticas públicas y gobierno
15.4.1 Criminología administrativa y políticas basadas en la evidencia
Cómo se puede deducir de todo lo anterior, no debería sorprender que la criminología contemporánea se encuentra atravesada por debates en torno al papel del conocimiento experto en la formulación de políticas públicas. Dos de los enfoques recientes más influyentes en este campo han sido la criminología administrativa y la política basada en evidencia (evidence-based policy, o usando sus siglas EBP). Aunque ambos comparten una vocación pragmática y una orientación hacia la resolución de problemas, difieren en sus fundamentos, sus supuestos sobre la naturaleza del delito y sus implicaciones políticas.
El concepto de criminología administrativa surge en el contexto británico de los años ochenta y noventa, en un momento de fuerte transformación del Estado y de proliferación de enfoques gerenciales inspirados en el new public management (nuevo gerencialismo público)2. Aunque el término fue acuñado por sus críticos y no sus proponentes, describe un programa de investigación que se consolidó en torno a los departamentos gubernamentales (en particular, el Home Office británico), cuando gobernaba el partido conservador (tories), y a académicos vinculados a la prevención situacional y las teorías de la elección racional, como Ronald Clarke y Derek Cornish.
La criminología administrativa entiende el delito fundamentalmente como un problema técnico susceptible de ser gestionado mediante intervenciones específicas y focalizadas. Desde esta perspectiva, el delito no se explica principalmente por causas sociales, sino por oportunidades concretas, incentivos y decisiones individuales. Ello conduce a priorizar estrategias como la modificación del entorno físico, el endurecimiento de objetivos, el diseño de espacios defensivos, o la gestión del riesgo a través de herramientas actuariales (Medina 2011b).
Este enfoque se caracteriza por una fuerte inclinación hacia la medición sistemática de problemas y la evaluación (de forma rápida, prágmatica y ligera) de programas (Eck 2006). Su finalidad es producir conocimiento útil para la toma de decisiones de una forma agil, lo que con frecuencia implica una estrecha colaboración con instituciones policiales y gubernamentales. Para sus defensores, esta proximidad garantiza la relevancia práctica de la investigación (Mayhew 2016); para sus detractores, limita su capacidad crítica y la subordina a agendas políticas ya definidas (McLaughlin 2013; Hough 2014).
El principal cuestionamiento que suscita la criminología administrativa es su falta de atención a las causas estructurales del delito. Autores diversos han señalado que este enfoque, al centrarse exclusivamente en el “cómo” reducir el crimen, evita deliberadamente el “por qué” se produce. En este sentido, se la acusa de transformar la criminología en una especie de consultoría técnica para la gestión del orden público (McLaughlin 2013; Hough 2014; Molina 2024).
Por otro lado, el movimiento de las políticas basadas en evidencia (evidence based policy) tiene su origen en la medicina, donde los ensayos clínicos y las revisiones sistemáticas buscaban establecer intervenciones eficaces sobre bases empíricas sólidas. A partir de la década de 1990, este enfoque migró a las ciencias sociales y al ámbito del delito y la justicia penal.
La EBP parte del supuesto de que las decisiones públicas deben fundamentarse en los mejores datos e investigaciones científicas disponibles. Este movimiento establece una jerarquía metodológica que privilegia los estudios experimentales (como los ensayos aleatorizados) y las evaluaciones rigurosas capaces de determinar relaciones de causalidad entre políticas públicas y sus efectos. En el campo de las políticas de seguridad, ello se ha traducido en la proliferación de estudios sobre estrategias policiales (policía orientada a problemas, patrullaje en puntos calientes, disuasión focalizada), sistemas de clasificación de riesgo, programas de rehabilitación y medidas de prevención situacional (el tipo de iniciativas que son más fáciles de evaluar con estos enfoques, lo cual ya introduce un sesgo que no es trivial).
El paradigma EBP pone el énfasis en la medición continua, la transparencia en los criterios de decisión y la mejora iterativa de políticas. Esto se articula con una visión tecnocrática del Estado y con la aspiración de racionalizar el uso de recursos en un contexto de creciente demanda social por resultados verificables en materia de seguridad.
Sin embargo, la EBP no está exenta de controversias. En primer lugar, se le reprocha una concepción limitada de lo que constituye “evidencia científica”, al privilegiar exclusivamente ciertos métodos cuantitativos y marginalizar saberes cualitativos, experienciales o comunitarios. En segundo lugar, se observa que la producción de evidencia depende de prioridades políticas preexistentes: se investiga aquello que los gobiernos desean evaluar, no necesariamente lo que es socialmente más relevante. Por último, algunos autores denuncian que la EBP puede reforzar dinámicas de control selectivo y desigual, al centrarse en intervenciones focalizadas que recaen desproporcionadamente sobre grupos sociales específicos.
Aunque estas dos corrientes no son idénticas, ambas perspectivas comparten varios elementos que explican su frecuente asociación.
En primer lugar, comparten un pragmatismo instrumental orientado al “qué funciona” en la reducción del delito. Esta orientación práctica se refleja en la preferencia por intervenciones mensurables, replicables y evaluables.
En segundo lugar, ambas valoran el uso intensivo de datos y la adopción de métodos de evaluación (más solidas y exigentes en EBP) como elementos claves en el proceso político. La figura del experto que analiza métricas, diseña indicadores y produce recomendaciones se convierte en un actor central en el diseño de políticas.
En tercer lugar, existe una afinidad con agendas gubernamentales que buscan legitimar sus políticas a través de un discurso de eficiencia y racionalidad técnica. Tanto la criminología administrativa como la EBP proporcionan herramientas que pueden permitir justificar decisiones bajo la apariencia de neutralidad científica.
Los críticos sostienen que estas perspectivas, aunque valiosas para mejorar programas específicos, pueden contribuir a una visión reduccionista de la criminología. Al tratar el delito como un problema técnico y no político, pueden desatender cuestiones fundamentales como la desigualdad, la exclusión social, la relación entre Estado y ciudadanía, o los efectos colaterales del castigo.
Un segundo eje de crítica se refiere al riesgo de tecnocratización del control penal. Cuando la evidencia científica y el conocimiento experto se convierten en criterios dominantes, se corre el riesgo de desplazar debates democráticos sobre la justicia, los derechos y la legitimidad del sistema penal.
Finalmente, tanto en la criminología administrativa como en la EBP subyace una noción racionalista del comportamiento humano, que no siempre captura la complejidad de los contextos sociales, culturales y emocionales donde ocurre el delito.
La criminología administrativa y la política basada en evidencia representan dos enfoques que han transformado profundamente el campo del control del delito. Sus contribuciones a la evaluación rigurosa, la planificación estratégica y la eficiencia de las intervenciones son innegables. Sin embargo, sus límites también son significativos: ambos enfoques tienden a estrechar la mirada analítica, a depolitizar la cuestión criminal y a favorecer la gestión técnica sobre la reflexión crítica. El desafío contemporáneo consiste, por tanto, en integrar su vocación empírica con una criminología más amplia y plural, capaz de situar el delito en su contexto social y político, y de someter a escrutinio tanto las prácticas del Estado como las estructuras que producen inseguridad y desigualdad, una cuestión a la que retornaremos en el último apartado de este capítulo 3 (Strassheim_14?).
15.4.2 Infraestructuras de investigación criminológica en estructuras gubernativas
La creciente influencia del paradigma de la evidencia (EBP) en la formulación de políticas públicas ha desplazado la atención hacia las estructuras que sostienen este tipo de investigaciones. Es imprescindible observar cómo los Estados organizan sus capacidades institucionales para generar, filtrar y utilizar conocimiento en la toma de decisiones. Las infraestructuras gubernamentales de investigación constituyen el entramado que hace posible este tránsito entre saber y poder, y en el ámbito de la política criminal adquieren una importancia decisiva. Son estas infraestructuras (agencias, unidades estadísticas, mecanismos de evaluación, relaciones con la academia y normas de transparencia) las que determinan qué se considera evidencia útil, qué preguntas se formulan y cuáles quedan fuera del radar.
Cuando se examina su funcionamiento, se advierte que la producción de evidencia no es nunca un proceso neutral. Depende de las capacidades internas del gobierno para analizar datos, de su disposición a colaborar con instituciones externas, de la existencia de protocolos de evaluación bien asentados y del papel de intermediarios capaces de traducir el lenguaje técnico al político. También se ve afectada por tensiones más profundas: la urgencia de la agenda política (que siempre funciona con ritmos más acelerados y volatiles que los de la ciencia), la presión de los medios (que a menudo utilizan los resultados de investigaciones de forma partidista y sesgada), las preferencias ideológicas de los gobiernos y las limitaciones estructurales que impone cada tradición administrativa. En este sentido, la evidencia para la política criminal no emerge nunca en el vacío; surge en el interior de una arquitectura institucional que le da forma, dirección y, en ocasiones, límites.
Si las infraestructuras de investigación se diseñan de forma demasiado estrecha o tecnocrática, pueden reproducir algunas limitaciones señaladas en la sección anterior:
Enfoque excesivo en métricas cuantitativas que dejan fuera dimensiones cualitativas, sociales o éticas.
Sesgos hacia problemas “gestionables”, olvidando factores estructurales del delito.
Dependencia jerárquica de los ministerios, que puede limitar la independencia del análisis.
Circularidad entre agenda política y producción de la evidencia científica, reduciendo el espacio para enfoques críticos o innovadores.
La tensión central radica en una paradoja: el Estado es a la vez el principal financiador y consumidor de la investigación en materia de justicia penal, y el principal objeto de su escrutinio. Cuando el gobierno encarga investigaciones sobre la eficacia de sus propias fuerzas policiales, la imparcialidad de sus tribunales o la integración de sus poblaciones minoritarias, entra en una “zona gris” en la que la necesidad imperiosa del rigor científico choca con la necesidad política de supervivencia y legitimidad.
La posibilidad de “captura política” de la agenda científica de estas estructuras de investigación es algo que preocupa a la comunidad académica. Michael Marmot (2004) acuñó el concepto de evidencia basada en al política (policy-based evidence, en contraste con el de política basada en la evidencia, evidence-based policy) para describir la inversión del proceso científico en el que las conclusiones políticas preceden a y condicionan de forma determinante la investigación empírica. Este fenómeno no sería solo una cuestión de corrupción individual, sino que a menudo está codificado estructuralmente en el propio diseño de los institutos de investigación estatales. A través de mecanismos de sesgo en la contratación, control metodológico y el sutil “efecto disuasorio” de la dependencia de la financiación, estas infraestructuras pueden movilizarse para validar agendas predeterminadas en lugar de descubrir verdades incómodas, lo cual limita sobremanera la capacidad de aprender lecciones valiosas de la investigación realizada en estos ámbitos.
Entre los países europeos, Reino Unido, Países Bajos y Suecia ofrecen tres configuraciones particularmente reveladoras de esa arquitectura institucional. Aunque comparten la ambición de producir políticas criminales informadas por la investigación, han construido infraestructuras que responden a lógicas distintas. Estas naciones, aunque comparten un amplio compromiso con la gobernanza democrática y (históricamente) con el estado del bienestar y cuentan con una comunidad criminológica muy consolidada, han desarrollado arquitecturas distintas para la producción de la “verdad” criminológica. En los Países Bajos, la bifurcación entre el Centro de Documentación e Investigación Científica (WODC), vinculado al Ministerio de Justicia y Seguridad, y el Instituto Neerlandés para el Estudio del Crimen y la Aplicación de la Ley (NSCR), de carácter académico y financiado por el Ministerio de Educación, Cultura y Ciencia, ilustra el precario equilibrio entre la relevancia y la independencia. En Suecia, el Brottsförebyggande rådet (Brå) actúa como nodo central hegemónico, desempeñando tanto la función de productor de estadísticas oficiales como la de evaluador de políticas. Mientras tanto, en el Reino Unido, la trayectoria desde el histórico dominio centralizado de la Unidad de Investigación del Ministerio del Interior desde la segunda mitad del siglo XX hasta el modelo “medicalizado” del “What Works Centre” del College of Policing4 al transitar al nuevo milenio revela un intento tecnocrático de despolitizar la policía mediante una jerarquía rígida de evidencia científica. Estos tres modelos representan “arquitecturas de la verdad” distintas, cada una con sus propias fortalezas estructurales y sus vulnerabilidades particulares.
El modelo sueco, dominado por el Brottsförebyggande rådet (Brå), puede caracterizarse como un modelo burocrático-integrado. En este esquema, el Estado mantiene un monopolio centralizado donde una sola agencia es responsable de producir estadísticas, realizar investigaciones y evaluar políticas. La fortaleza de este diseño reside en su impacto: los informes de Brå no solo informan el debate nacional, sino que a menudo son el debate. Sin embargo, esta centralización conlleva un riesgo estructural cuando este organismo falla en el diagnóstico o en el análisis, como ha ocurrido históricamente en relación con algunos temas.
En contraste, los Países Bajos han desarrollado un modelo de estructura dual que institucionaliza una separación de poderes científicos. La distinción entre el WODC (la unidad interna del Ministerio) y el NSCR (el instituto académico “independiente”) crea un sistema de pesos y contrapesos. Mientras que el WODC asegura la relevancia política inmediata, su proximidad al poder lo hace susceptible a la captura política, como demostró el escándalo de 2017 donde la integridad de la investigación fue comprometida por presiones ministeriales (ver detalles más adelante). No obstante, la existencia del NSCR actúa como una especie de “válvula de seguridad”, permitiendo que haya investigación fuera del alcance directo de los funcionarios de los ministerios que desarrollan la politica criminal, ofreciendo una resiliencia que el modelo sueco centralizado a veces carece. No obstante, es importante destacar que la propia agenda del NSCR también presenta sesgos en su mirada y claras preferencias por determinados enfoques teóricos y metodológicos en detrimento de otros.
El escándalo del WODC
En 2017, estalló un escándalo en Países Bajos, el llamado “caso WODC”, que tuvo un impacto en la confianza en la investigación científica desarrollada en este organismo del Gobierno neerlandés. Las investigaciones periodísticas de Nieuwsuur y las posteriores denuncias revelaron una cultura de interferencia política sistemática dentro del WODC. El escándalo puso al descubierto los mecanismos específicos de la evidencia basada en la política. El Ministerio de Justicia, que perseguía una agenda de “mano dura contra el delito”, consideró que la investigación del WODC sobre la eficacia de la política de “tolerancia” neerlandesa para las drogas blandas era políticamente inconveniente. Se pudo documentar que los funcionarios ejercieron presión sobre los investigadores para que modificaran sus conclusiones y apoyaran una postura más punitiva, en contradicción con los resultados empíricos (Graaf y Hertogh 2022).
Los “comités de orientación” creados para supervisar los proyectos de investigación se convirtieron en un arma. En lugar de garantizar la calidad científica, los funcionarios del ministerio que formaban parte de estos comités los utilizaron para controlar el tono y el contenido de los informes, exigiendo la reescritura de párrafos “inconvenientes”. Los investigadores que se resistieron a estas intromisiones se enfrentaron al aislamiento profesional o fueron marginados de futuros proyectos.
Tras el escándalo de 2017, los Países Bajos iniciaron una revisión exhaustiva de su infraestructura de integridad en la investigación. Se creó una comisión independiente impulsada por la vehemente protesta pública que dio lugar al Protocolo de Integridad Científica (2018, actualizado en 2024/2025), que codificó explícitamente la independencia del WODC e introdujo una serie de medidas para tratar de evitar la repetición de este tipo de interferencias.
Por su parte, el Reino Unido (específicamente Inglaterra y Gales) ha visto cambios importantes. Históricamente existía desde mediados del siglo XX una unidad de investigación científica dentro del Home Office, liderada en su día por Ron Clarke, que fue creciendo en relevancia y tenía una amplia agenda investigadora; eso sí con un peso notable de las ideas de la criminología admnistrativa, pero que incorporaba temas diversos, que abarcaban desde la prevención del delito hasta las tácticas policiales, las decisiones judiciales o la rehabilitación de los delincuentes. En el nuevo milenio esta estructura se cambió de forma significativa y se diversificó entre distintas agencias y ministerios. Por no extendernos demasiado en describir todo este muy complejo entramado, podemos centrarnos en lo policial. En el ámbito policial en Inglaterra y Gales se ha transitado hacia un modelo profesional-tecnocrático, ejemplificado por el College of Policing y su agenda “What Works”. En lugar de depender directamente de la burocracia ministerial o de la universidad, este modelo busca externalizar la verdad a través de estándares metodológicos rígidos que privilegian los experimentos controlados aleatorios. Si bien esto aporta un rigor metodológico elevado, los críticos argumentan que crea una forma de “evidencia basada en políticas por metodología”: al definir la “evidencia” de manera tan estrecha, se excluyen sistemáticamente las preguntas sociológicas más incómodas sobre el racismo estructural o la legitimidad policial, protegiendo así el status quo bajo una capa de neutralidad científica. La aparición de centros académicos de excelencia en materia policial financiados por el ESRC (una institución parecida nuestra Agencia Estatal de Investigación) ofrecen un contrapeso a este enfoque.
A pesar de los problemas y críticas que se pueden hacer al diseño institucional de estas agencias y organismos en estos países y a los sesgos que pueda haber en la evidencia que generan, no cabe duda que su propia existencia aporta conocimiento cientifico util para el debate público. No solamente eso, sino que su existencia ha sido un vector relevante en la consolidación e institucionalización de la criminología en dichos países (Medina_?). El problema no es su existencia y lo que hacen, sino cómo evitar la captura política y cómo garantizar un mayor pluralismo en la agenda científica, algo que en estos paises se compensa al menos por la elevada financiacion a la investigación académica mas independiente. Es de destacar además que la existencia de estos centros y la investigación que generan animan y estimulan de forma relevante el debate y la producción criminológica.
La experiencia comparativa de Reino Unido, Suecia y Países Bajos confirma que la infraestructura de investigación para la política criminal es más que recopilación de datos. Su valor reside en la articulación de actores científicos y administrativos, la existencia de mecanismos que traduzcan conocimiento en acción, y la capacidad de combinar producción académica rigurosa con evaluación y síntesis de resultados para la implementación política. Este enfoque garantiza que la política criminal no solo se base en evidencia, sino que también aproveche al máximo el conocimiento generado por la investigación científica.
¿Y en España? España arrastra una débil tradición de policy analysis institucionalizado. El diseño y proposición de políticas no prestan suficiente atención a la evidencia científica, sino que están guiadas por otro tipo de consideraciones. La administración pública española además ha estado históricamente más orientada a la gestión burocrática y a la elaboración normativa que a la evaluación de políticas o a la generación de conocimiento aplicado (Ramio 2022). En parte esto responde a que nuestra administración pública aún está muy amoldada a modelos de organización y trabajo excesivamente tradicionales donde prima el seguimiento de protocolos burocráticos más que la obtención de resultados o el uso de la inteligencia administrativa para resolver problemas (Brugue_?).Aunque se observan en nuestro país mejoras en el uso de evaluaciones de política pública, esto varía mucho por Ministerio y sigue encontrándose en un momento de desarrollo primigenio (Casado y Pino 2021).
En España la infraestructura de investigación para la política criminal ciertamente presenta un perfil diferente al encontrado en otros países de nuestro entorno. Aquí nos encontramos un panorama más fragmentado, territorialmente desigual (con mejores síntomas en Cataluña), mucho más pobre, y menos institucionalizado que en los países comparados. La producción académica se concentra principalmente en universidades y centros de investigación dependientes de estas, mientras que los organismos públicos como el Ministerio del Interior o el Observatorio de la Violencia de Género generan estadísticas y evaluaciones puntuales más que investigación científica sistemática. Como ya hemos visto en capítulos anteriores ni tan siquiera contamos con una encuesta nacional de victimación periódica. Aunque existen programas (infra-)financiados por organismos como la Agencia Estatal de Investigación para apoyarla labor investigadora de las universidades, la coordinación entre producción científica y formulación de políticas es limitada, y no hay un equivalente claro al College of Policing, WODC, NSCR o Brå. Esto implica que, si bien España cuenta con evidencia académica relevante, su articulación institucional para traducirla en políticas criminales de forma continua y sistemática es todavía incipiente:
no hay mecanismos institucionalizados de transferencia de conocimiento;
la contratación de investigación desde la administración es escasa, a menudo infrafinanciada, y en muchas ocasiones sujeta a restricciones a su publicidad (por temor a la crítica pública a lo que estos estudios puedan mostrar);
los propios departamentos ministeriales carecen de suficiente capacidad para desarrollar sus propios análisis e investigaciones,
y las estructuras burocráticas españolas recompensan menos la “evidencia” que la argumentación jurídica y político-normativa.
Todo esto dificulta la consolidación de una política criminal plenamente basada en evidencia. También esto limita el espacio de desarrollo profesional para egresados en criminología, la administración pública al carecer de estas estructuras de investigación al servicio de las políticas no genera un mercado laboral para ellas y ellos. Aunque es cierto que hay algunos síntomas de que existe una conciencia mayor en ciertos círculos hacia la necesidad de movernos en esta dirección (como, por ejemplo, se materializa en la reciente creación de la Oficina Nacional de Asesoramiento Científico en el Ministerio de Presidencia), nos encontramos aún en una fase muy infradesarrollada en este ámbito.
15.5 ¿Hacia una criminología pública?
Ian Loader y Richard Sparks en Public Criminology reflexionaban sobre todas estas cuestiones y hacían un análisis sobre como deben pensarse desde la criminología. En este libro, estos autores, por un lado, resumen la historia de la relación entre criminología y política y, por otra parte, proponen una solución a cómo debería articularse esta relación. En este apartado, vamos a seguir las principales lineas argumentativas de estos autores que de alguna forma reflejan las maneras que la criminología ha respondido a los retos de la politización del delito que planteabamos en secciones anteriores.
15.5.1 La evolución del pensamiento criminológico
Loader y Sparks trazan la trayectoria de la criminología desde sus orígenes como proyecto gubernamental hasta su lucha contemporánea por la relevancia en una esfera pública “agitada” al calor de la politización del delito que discutiamos al principio del capítulo, haciendo hincapié en cómo nuestra disciplina ha navegado perpetuamente entre la tensión de sus impulsos más críticos y aquellos más próximos a posiciones gubernamentales.
Desde su creación en el siglo XIX, la criminología ha sido una disciplina conscientemente “aplicada”, forjada inicialmente para contribuir al desarrollo de las instituciones de regulación penal antes de alcanzar su autonomía intelectual en las universidades. Centrándose en el análisis del caso británico (pero generalizable al de otras democracias occidentales del periodo), Loader y Sparks describen la primera mitad del siglo XX (aproximádamente hasta las décadas de 1950 y 1960) como un período en el que la cuestión penal se gestionaba en un clima “tranquilo” de “elitismo liberal” y asistencialismo penal.
Durante esta época, la política penal era en gran medida competencia de una “élite metropolitana relativamente pequeña” (los que ellon llaman los guardianes platónicos) compuesta por políticos, altos funcionarios, reformadores penales y criminólogos académicos. El consenso de esta élite daba prioridad a la deliberación y la razón de los expertos, operando a una distancia segura de la contienda electoral y los escándalos públicos. Los criminólogos, en este contexto, solían actuar como miembros asociados de estas élites gobernantes, basándose en la investigación empírica para desarrollar un consenso informado y actuando como un “ancla” que hacia frente y ponía freno a los impulsos y tentaciones de los políticos.
(Loader?) describen como la criminología moderna, comprometida con la “cientificidad” y las explicaciones estructurales de la delincuencia, floreció en este entorno, manteniendo un ambiente distante y racionalista. Se esperaba que la consolidación de los conocimientos criminológicos ejerciera gradualmente una influencia cada vez mayor en la elaboración de políticas.
Este consenso político comenzó a fracturarse a partir de la década de 1970 cuando empieza a politizarse la cuestión criminal. Esta politización cambió fundamentalmente el panorama institucional y cultural del control de la delincuencia. Esta época fue testigo del declive de la confianza en el ideal rehabilitador y, como ya hemos discutido, del auge de políticas explícitas de “ley y orden”. El control de la delincuencia dejó de ser una cuestión administrativa desarrollada entre bastidores y alejados de la mirada pública, y se convirtió en una prioridad política urgente, lo que provocó un “calentamiento” de la cuestión penal.
En este clima cada vez más tenso, el discurso político sobre la delincuencia se volvió emotivo, populista y volátil. Las estrategias populistas, centradas en expresar indignación y demostrar solidaridad con las víctimas, a menudo ignoraban la evidencia científica o la consideraba secundaria frente a la conveniencia política. En consecuencia, los expertos académicos que anteriormente habían orientado las políticas (los “guardianes platónicos”) vieron cómo su influencia política disminuía.
Este declive de la influencia externa en las políticas coincidió, paradójicamente, con la expansión de la criminología como disciplina científica, con la creciente instuticionalización de la misma que ya discutimos en el capítulo 1 de este volumen. Esta situación se conoce como la “paradoja del fracaso exitoso”: mientras que la criminología experimentaba un espectacular crecimiento institucional (reflejado en el creciente número de estudiantes, programas de grado, revistas y sociedades científicas), al mismo tiempo sufría un declive de su influencia en el debate público y la acción social más allá del mundo académico.
Nos encontramos hoy en un contexto en el que como indican estos autores:
“El entorno político ha intensificado la tendencia tradicional del gobierno a apoyar directa e indirectamente la investigación con horizontes temporales cortos que respondan a preocupaciones políticas urgentes, al tiempo que ha dado lugar a una microgestión del proceso de investigación y a una mayor cautela ante los hallazgos que podrían generar escándalos. Algunos de los que se han visto afectados por este nuevo clima han utilizado su experiencia para denunciar como ficticia la afirmación del Gobierno de que aplica políticas basadas en evidencia y para pedir el boicot de las investigaciones oficiales realizadas en estas condiciones (Hope y Walters, 2008). Los que se encuentran al otro lado de la valla de los encargos afirman habitualmente que la criminología carece hoy en día de las habilidades necesarias y de la disposición adecuada (Wiles, 2001). Por otra parte, el Gobierno ha recurrido cada vez más a otros productores de conocimiento menos exigentes y arriesgados, como empresas de consultoría, empresas de investigación social y una próspera industria de la «opinión pública», para obtener la información que necesita..” (Loader y Sparks 2012, p.)
En respuesta a este nuevo contexto político, los criminólogos han adaptado diferentes estrategias de intervención, que Loader y Sparks clasifican en cinco modos ideales típicos de participación:
El experto científico: se centra en producir conocimientos válidos, fiables y útiles para promover políticas racionales y basadas en la evidencia, a menudo esforzándose por sustituir la pasión política por datos objetivos. En España tenemos numerosos ejemplos de académicos que desarrollan este tipo de trabajos para la administración (ver, por ejemplo, algunos de los estudios de la fundación FYADIS o el trabajo del equipo de seguridad y convivencia del Institut Metropoli).
El asesor político: participa en un diálogo y un asesoramiento sostenidos “entre bastidores” con los responsables políticos y los profesionales, valorando el beneficio mutuo y la criminología fundamentada (en nuestro país, por ejemplo, miembros de la comunidad criminológica han asesorado partidos políticos en el desarrollo de sus manifiestos electorales o han trabajado como asesores para grupos parlamentarios).
El observador convertido en actor: se mueve “dentro de la maquinaria” de los organismos gubernamentales para ejercer influencia y garantizar una mayor relevancia de la evidencia científica sobre el delito y la justicia penal, aceptando la necesidad de compromisos (de nuevo en España tenemos miembros de la comunidad criminológica que han ocupado puestos de responsabilidad en la administración publica en el ambito de la seguridad).
El teórico/activista del movimiento social: Alinea los conocimientos y habilidades con los grupos marginados, destacando los daños sociales descuidados por los poderosos y planteando problemas al gobierno en lugar de resolverlos (también aquí tenemos una larga historia de académicos que también colaboran activamente con grupos de la sociedad civil como activistas).
El profeta solitario: Se centra en desarrollar explicaciones macro de la delincuencia y el control, combinando las preocupaciones criminológicas con la teoría social para dar sentido a las tendencias globales y advertir contra las direcciones antiliberales (y, aunque menos, también hay autores españoles que podrían encuadrarse en esta figura).
Además de identificar estas formas típicas de participación en la vida política, (Loader?) distinguen nuevas formas de compromiso criminológico que operan como mecanismos de enfriamiento de la cuestion penal. Loader y Sparks identifican una serie de estrategias criminológicas que disintos autores utilizan en respuesta a la intensa volatilidad emocional y política que rodea al control de la delincuencia, un fenómeno al que se refieren como el “clima caliente”. Estos dispositivos comparten la ambición común de reafirmar valores como la evidencia científica, la legalidad o la burocracia racional para frenar la polítización y el desarrollo de políticas demasiado pasionales, estableciendo así límites en torno a lo que se puede decir y hacer razonablemente sobre la delincuencia.
El primer dispositivo de enfriamiento se centra en lo que ellos llaman la afirmación de la legalidad y la justicia. Esta estrategia convierte el orden constitucional, las reglas procesales, y los derechos humanos en el principal mecanismo de contención frente a las presiones populistas y la expansión del poder estatal. Este estilo se basa en una disposición criminológica liberal histórica que actuaba como limite frente a los impulsos antiliberales de los políticos, defendiendo principios como la proporcionalidad y la equidad. Ante acontecimientos como el aumento del poder del Estado tras sucesos como el 11-S, este enfoque implica el seguimiento y el análisis crítico de los intentos de violar los límites legales establecidos desde hace tiempo, a menudo haciendo causa común con jueces y abogados.
Una segunda estrategia de enfriamiento es descubrir lo que funciona. Esta estrategia promueve la aplicación estricta del método científico a la reducción de la delincuencia, con el objetivo de sustituir la retórica y las pasiones políticas por datos objetivos. Este enfoque se identifica a menudo con la postura del “experto científico” y la corriente de la “política basada en la evidencia”. Como ya hemos discutiro, sus defensores abogan por metodologías muy rigurosas, en particular los ensayos controlados aleatorios (ECA), como medio privilegiado para evaluar los programas de prevención, ejemplificados por marcos como la Escala de Métodos Científicos de Maryland. El objetivo es trasladar las decisiones genuinas y controvertidas sobre la asignación de recursos del ámbito sobrecalentado y mal informado de la política al ámbito frío y distante de la experiencia criminológica y profesional, promoviendo así una teoría normativa en la que las evidencia científica desempeña un papel heróico y ampliado en la formulación de políticas. Esta estrategia a menudo busca trasladar modelos de campos como la medicina (como el Instituto Nacional para la Salud y la Excelencia Clínica o NICE) a la justicia penal, sugiriendo la creación de organismos expertos similares, como un Instituto Nacional para la Excelencia en la Justicia Penal (NICJE).
El tercer dispositivo consiste en la invención de técnicas. Esta es la propuesta de la criminología administrativa. Este es un modo de intervención que pretende remplazar la criminología tradicional en favor de una nueva ciencia del delito que se suele asociar con las teorías de la oportunidad del delito (y que estudiareis en vuestras asignaturas de teoría criminológica). El núcleo de este enfoque es el esfuerzo por desdramatizar el crimen, despojándolo de la intensa emoción, la censura moral y la pasión política que suele generar en la vida pública. La ciencia del delito desplaza el foco de atención de la culpabilidad de los delincuentes a los delitos y las limitaciones situacionales que los hacen posibles, dando prioridad a técnicas contra el crimen fundamentadas, ágiles y eficaces, como la prevención situacional del delito. Al abordar la delincuencia de forma “ética” mediante la racionalidad técnica y la ingeniería social, esta estrategia funciona como una forma de liberalismo tecnocrático y antipenal que, silenciosamente, enfría el entusiasmo de las políticas punitivas.
Por último, el dispositivo de enfriamiento de la política penal que pretende volver a aislar las toma de decisiones político criminales. Este modelo busca proteger la gobernanza penal de la volatilidad política, invirtiendo autoridad en la experiencia burocrática y profesional establecida. Los autores que promueven esta solución sostienen que las complejas cuestiones del delito y el castigo no deben ser gestionadas por políticos que actúan con un populismo febril y que actuán movidos por intereses electorales que no invitan a la toma de decisiones razonables. En su lugar, abogan por la creación de mecanismos institucionales, como comisiones o juntas independientes, diseñados para consolidar la experiencia profesional como motor de la política y proteger las decisiones políticas de la presión clamorosa de la política electoral y la cobertura mediática. De la misma forma que en política monetaria hay decisiones que se sustraen del campo de actuación político y se delegan a los Bancos centrales, se pretende algo parecido en el ámbito político criminal.
En última instancia, (Loader?) concluyen que, aunque estas cuatro estrategias de enfriamiento ofrecen medios poderosos para promover la racionalidad y la evidencia, comparten una tendencia a considerar la política como algo que debe evitarse o curarse, con lo que se corre el riesgo de no abordar de manera significativa los conflictos políticos fundamentales sobre valores que inevitablemente caracterizan la cuestión penal. Para estos autores en una sociedad democrática es esencial que desarrollemos soluciones democráticas a estos conflictos, lo que no se consigue a través de este tipo de estrategias.
15.5.2 El trabajo democrático de la ciencia
Loader y Sparks abogan, en cambio, por una orientación positiva que trascienda estos estilos fragmentados: el trabajo democrático subalterno o lo que nosotros traducimmos libremente como el “currante democrático”. Este marco da coherencia al papel público de la criminología al definir su propósito como la contribución a una “mejor política del delito y su regulación”. Este enfoque requiere combinar la ambición intelectual con la humildad política, asegurando que el conocimiento criminológico informe y profundice la deliberación democrática en lugar de buscar sustituirla por cálculos dirigidos por expertos.
El principio fundamental del trabajo democrático de los cientificos sería la combinacion de la ambición intelectual con la humildad política (una cualidad no siempre evidente en las estrategias de enfriamiento discutidas anteriormente). La ambición intelectual exige la producción rigurosa de conocimientos fiables y sofisticados, defendiendo la “intención formativa” académica, es decir, el objetivo principal de la producción de conocimientos. Sin embargo, esta ambición debe ir acompañada de humildad política, lo que exige a los criminólogos reconocer que los conflictos de intereses y valores en la gobernanza son endémicos y no pueden resolverse únicamente a través de la evidencia científica.
Esta humildad actúa como contrapeso al racionalismo ingenuo, la creencia de que la política consiste simplemente en aplicar las mejores pruebas científicas. En lugar de excluir el debate político mediante cálculos expertos, la participación de los criminólogos debe tener como objetivo profundizar en las conversaciones públicas y democráticas sobre la delincuencia.
El trabajo democrático de los científicos, para estos autores, se caracteriza por unas virtudes académicas críticas que salvaguardan la integridad en los entornos políticos:
Curiosidad: La integridad exige un esfuerzo serio y sostenido por comprometerse con las visiones de los oponentes sobre la gobernanza del delito, interpretarlas y escucharlas, en lugar de limitarse a predicar la propia visión. Este ejercicio intelectual requiere trascender las “barreras de la empatía” e intentar la reconstrucción interpretativa de los mejores relatos de tradiciones ideológicas contrapuestas.
Partidismo ético: los académicos deben combinar el compromiso con los ideales (como la justicia o el orden igualitario) con una distancia reflexiva respecto a sus propios compromisos, reconociendo que sus afirmaciones son parciales y están sujetas a revisión.
Preocupación cívica. Esto implica un compromiso con la protección y la ampliación de la arquitectura institucional de la controversia y la justificación públicas, contribuyendo a la calidad de la propia democracia.
La integridad académica se garantiza cuando la participación en las políticas se basa en todo el ámbito de la disciplina, abarcando tres “momentos” o dimensiones fundamentales de la investigación:
El momento del descubrimiento. Se trata del trabajo necesario del “experto científico”, que produce conocimientos válidos, fiables y útiles sobre las causas y los patrones de la delincuencia, así como sobre la eficacia de los programas de reducción de la misma. Esta investigación debe someterse a la disciplina del escepticismo organizado (uso de informes pre-registrados, revisión y revisión rutinarias por parte de pares, reproducibilidad) para garantizar que las afirmaciones sobre el conocimiento se basan en pruebas y en una reflexión razonada, y que, por lo tanto, son legítimas.
El momento institucional-crítico. Esto implica examinar cómo se traducen, reciben y utilizan (o abusan) las afirmaciones criminológicas dentro del gobierno, la policía y otros contextos institucionales. Este momento conlleva el análisis de las culturas burocráticas, las prácticas organizativas y las limitaciones de comunicación que influyen en que el asesoramiento político se adopte, se distorsione o se ignore. Los investigadores que participan en este momento actúan como críticos institucionales, reconociendo que deben aprender sobre los procesos políticos que van más allá de las anécdotas o los contactos personales (esto implica una mayor aproximación a la ciencia política como conjunto de saberes orientado a entender estos procesos (Medina_?)).
El momento normativo. Ello exige una reflexión disciplinada sobre los ideales que deben animar la gobernanza del delito, proporcionando una plataforma para articular valores (como la justicia o los derechos humanos) e imaginar enfoques alternativos de la justicia penal. Esta reflexión crítica y continua es lo que permite a los criminólogos cuestionar la sabiduría convencional y negarse a dar por sentados los acuerdos sociales actuales.
Para los criminólogos que se dedican a la política (a menudo como “asesores políticos” u “observadores convertidos en actores”), mantener la integridad requiere navegar por las realidades políticas prácticas y resistirse a compromisos que comprometan sus valores deontológicos.
Esto implica adoptar una humildad epistémica. La humildad es posiblemente la virtud mas infraestimada en la formación de los científicos y, sin embargo, la más necesaria. Como diría el Nobel, Richard Feyman, “no hay nadie más fácil de engañar que uno mismo”. Una participación eficaz en el debate público exige transparencia sobre las limitaciones y la incertidumbre de los resultados de la investigación. Los académicos deben evitar equiparar una única metodología (como los ensayos controlados aleatorios) con la única fuente de buenas evidencias, y adoptar en su lugar una postura pluralista sobre lo que constituye buena ciencia y reconocer que los problemas complejos requieren el intercambio de conocimientos entre disciplinas académicas diversas con distintas tradiciones y preferencias metodológicas.
Como ya hemos advertido, ana amenaza ética significativa para la integridad académica es la “captura”, que se produce cuando los investigadores desarrollan relaciones demasiado estrechas con las élites políticas. Esta proximidad corre el riesgo de llevar al académico a moderar sus declaraciones (o a guardar silencio) ante un escándalo o frente a determinado tipo de prácticas para no poner en peligro sus contactos u oportunidades institucionales, perdiendo así su objetividad. La integridad requiere comunicarse con claridad, sin jerga oscura, y resistirse conscientemente a la intromisión ilegítima y al prestigio dudoso de los mundos no académicos.
Al comprometerse con la profundización democrática (abrazando la ambición intelectual mientras se practica la humildad política, llevando a cabo rigurosamente los tres momentos de la investigación y estableciendo límites éticos firmes contra la captura institucional), la criminología puede cumplir su misión aplicada sin sacrificar su independencia académica.
Del sociólogo público al académico ciudadano
El debate sobre la objetividad y la responsabilidad en las ciencias sociales ha adquirido nuevas dimensiones en el siglo XXI, especialmente ante la transformación del ecosistema comunicativo y la crisis de legitimidad del conocimiento experto. En este contexto, la propuesta de Philip N. Cohen en Citizen Scholar: Public Engagement for Social Scientists (2025) se inserta en una genealogía de reflexiones que incluye a Michael Burawoy y su célebre formulación de la public sociology. Ambos autores comparten una preocupación fundamental: cómo sostener la autoridad epistemológica y el compromiso público de la ciencia social sin recaer ni en el aislamiento tecnocrático ni en el activismo ideológico. No obstante, difieren en el modo de conceptualizar esa relación entre ciencia y sociedad, en los mecanismos de mediación y en el papel que atribuyen al investigador individual.
En su discurso presidencial ante la American Sociological Association en 2004, Michael Burawoy planteó que la sociología contemporánea debía reconocerse como una práctica dividida en cuatro orientaciones: profesional, crítica, política y pública. La primera garantizaba la acumulación de conocimiento especializado; la segunda examinaba los supuestos y valores de la práctica científica; la tercera intervenía en la esfera de la política institucional; y la cuarta buscaba dialogar con audiencias no académicas. Para Burawoy, la sociología pública no sustituye a las otras formas, sino que las articula, funcionando como un puente entre la comunidad científica y el mundo social.
El objetivo de Burawoy era repolitizar la disciplina sin sacrificar su rigor, promoviendo una comunicación bidireccional entre sociólogos y ciudadanos. En su formulación más conocida, Burawoy distingue entre sociología pública tradicional (difusión de descubrimientos científicos) y sociología pública orgánica (colaboración directa con colectivos y movimientos). En ambos casos, la objetividad se redefine como reflexividad comprometida: el sociólogo reconoce sus valores y los discute públicamente, sin ocultarlos bajo la retórica de la neutralidad (como proponía Myrdal).
Dos décadas más tarde, Cohen retoma y actualiza este programa bajo condiciones históricas distintas. La digitalización del conocimiento, la expansión de la desinformación y la precarización académica han transformado las relaciones entre ciencia y público. Frente a ello, el citizen scholar propuesto por Cohen encarna una ética personal y profesional que asume simultáneamente el papel de investigador y ciudadano. Para Cohen, el académico no puede limitarse a producir conocimiento “para sus pares”: debe participar en el espacio público, comunicar sus investigaciones de forma accesible y contribuir activamente a la deliberación democrática. El citizen scholar no es necesariamente un activista, sino un ciudadano responsable del conocimiento. Su autoridad no deriva de la distancia respecto a los valores, sino de la transparencia con la que reconoce sus compromisos y de la apertura con que comunica sus métodos y resultados. Como escribe Cohen, “nuestros valores están inherentemente entrelazados con nuestra ciencia, y debemos actuar en consecuencia”.
Aunque Cohen reconoce explícitamente la influencia de Burawoy, su propuesta difiere en varios aspectos esenciales. En primer lugar, el nivel de análisis: Burawoy concibe la sociología pública como un proyecto colectivo e institucional, orientado a redefinir la función social de la disciplina; Cohen la traduce en una ética individual de conducta profesional. Donde el primero habla de campos, comunidades y orientaciones, el segundo habla de identidad y responsabilidad personal. En segundo lugar, el énfasis normativo: Burawoy defiende un compromiso explícitamente político con valores de justicia social y democratización del conocimiento; Cohen, en cambio, centra su propuesta en la responsabilidad cívica y comunicativa del académico. Para él, el reto no es tanto “tomar partido” como garantizar que la ciencia sea inteligible, abierta y confiable para la sociedad. En tercer lugar, el medio de intervención: mientras la sociología pública de Burawoy se desarrollaba en el marco de asociaciones profesionales, medios impresos y foros presenciales, el citizen scholar se mueve en un ecosistema digital y descentralizado, donde los blogs, las redes sociales, los repositorios de acceso abierto y las plataformas multimedia constituyen nuevos espacios de deliberación y crítica. La práctica científica se vuelve, así, más inmediata y más vulnerable: la autoridad académica debe construirse continuamente en interacción con públicos plurales.
Tanto Burawoy como Cohen reconocen los riesgos inherentes a la apertura: pérdida de credibilidad, instrumentalización política, banalización del discurso científico. Sin embargo, ambos sostienen que esos riesgos son preferibles a la irrelevancia social. La public sociology advertía contra la clausura de la disciplina en una “torre de marfil”; el citizen scholar alerta ahora contra la invisibilidad del experto en la era digital. En ambos casos, la respuesta no es el repliegue, sino la construcción activa de formas de legitimidad compartida.
Para Cohen, esta legitimidad se logra mediante la combinación de tres prácticas:
Transparencia (mostrar datos, métodos, financiación, limitaciones);
Comunicación accesible (traducir el conocimiento sin simplificarlo); y
Responsabilidad cívica (intervenir en debates públicos con honestidad y respeto).
Estas prácticas no diluyen la objetividad, sino que la refuerzan al exponer el proceso científico al escrutinio de una comunidad más amplia. En cierto modo, la esfera pública actúa como un mecanismo de “revisión por pares extendida”, donde la credibilidad se negocia colectivamente. El académico ciudadano representa, así, la figura contemporánea del científico responsable, consciente de que su trabajo no sólo describe el mundo, sino que contribuye a configurarlo.
15.6 Conclusión: Hacia una criminología pública y democrática
A lo largo de este capítulo hemos transitado desde el reconocimiento de la naturaleza ineludiblemente política de la criminología hasta la búsqueda de un modelo profesional que nos permita operar en este terreno con integridad. Hemos visto cómo el delito, lejos de ser una mera cuestión técnica, se ha convertido en un arma arrojadiza en la arena política, utilizada a menudo para movilizar miedos, justificar el populismo punitivo y erosionar derechos fundamentales. Esta “gobernanza a través del delito” nos plantea un desafío ético y profesional de primer orden: ¿cómo intervenir sin convertirnos en meros instrumentos de estas dinámicas ni retirarnos a una torre de marfil irrelevante?
La respuesta no reside en una supuesta neutralidad aséptica —que a menudo solo sirve para legitimar el status quo— ni en el activismo panfletario que sacrifica el rigor por la ideología. Como hemos analizado a través de las figuras propuestas por Loader y Sparks, el camino más prometedor es el del “currante democrático” (democratic under-labourer).
Este modelo nos invita a abrazar una posición de ambición intelectual y humildad política. Como criminólogos y criminólogas, nuestra responsabilidad es doble:
En lo científico: Producir conocimiento riguroso, fiable y crítico que desmonte mitos y aporte evidencia sobre lo que realmente funciona y lo que es justo.
En lo cívico: Entender que la evidencia científica es un insumo para el debate democrático, no su sustituto. No somos “guardianes platónicos” que dictan la verdad desde arriba, sino facilitadores que ayudan a la ciudadanía y a las instituciones a deliberar mejor sobre cómo gestionar sus conflictos.
En definitiva, asumir la dimensión política de la criminología no significa politizar la ciencia, sino democratizar el conocimiento. Nuestra meta última debe ser mejorar la calidad de la discusión pública sobre la seguridad y la justicia, fomentando políticas que no solo sean eficaces, sino también respetuosas con los valores democráticos de libertad, igualdad y dignidad humana. Solo así pasaremos de ser meros técnicos de la seguridad a verdaderos académicos ciudadanos.
Otro aspecto central en su planteamiento es la necesidad de objetivar el propio acto de objetivar. En otras palabras, al construir un objeto de investigación, el científico aplica instrumentos teóricos y metodológicos que deben ser sometidos ellos mismos a escrutinio. La selección de variables, la formulación de hipótesis, los modos de clasificación, la elección del método estadístico o etnográfico (todo ello) participa en la construcción del objeto. La reflexividad constituye un “segundo orden” de análisis que revisa críticamente estos procedimientos y evita que se conviertan en automatismos incuestionados. No se trata de paralizar la investigación con dudas constantes, sino de instaurar un hábito sistemático de verificación y crítica que fortalezca la solidez del conocimiento producido.↩︎
Corriente de pensamiento orientada a reformas los principios de trabajo y organizacion de la administración pública para hacerlos más parecidos a los existentes en la empresa privada y orientarlos hacia la busqueda de resultados mensurables.↩︎
Para más detalles sobre como mejorar el uso de la evidencia científica por el gobierno ver: (Parkhurst_17?)↩︎
El College es un organismo de naturaleza pública “al margen del gobierno”, pero cuyo único accionista es el Ministerio de Interior que también responde de sus actuaciones ante el Parlamento y financia sus actividades.↩︎